Léodile Béra

miércoles, 23 de noviembre de 2022

MUNDIAL DE FÚTBOL 2023. QATAR


Publicado en la Revista VIENTO SUR

Iñaki Egaña, historiador.


Hubo una época, antes de la invasión de Polonia por la armada alemana, que Hitler quiso que su régimen y sistema político fuera la envidia del mundo. Para ello, logró que el Comité Olímpico Internacional nombrara a Berlín sede de sus Juegos. La nominación causó un gran impacto entre las organizaciones y sindicatos europeos de izquierdas. Al régimen del Tercer Reich le faltaban aún unos años para abrir la espita del terror universal, con sus hornos crematorios, la esclavitud de la juventud de los países sojuzgados y la supremacía aria convertida en el centro del discurso. Pero ya había enseñado la patita de sus intenciones excluyentes. El partido Nazi era una amenaza para la humanidad.

Así que, después de muchas diligencias, reuniones e intercambio de opiniones, numerosos grupos socialistas, abertzales, anarquistas y, sobre todo, comunistas decidieron boicotear al COI, a Hitler y a los Juegos Olímpicos en Berlín. Con un añadido espectacular. El deporte es una actividad saludable, a pesar de la competitividad que surge entre sus contrincantes, es una de las principales ofertas de ocio para la juventud trabajadora y, sobre todo, sirve para la concordia mundial a través del conocimiento de gentes de todo el planeta. Así que, animosos como nadie, los boicoteadores convocaron una Olimpiada Popular en Barcelona. Apoyados, también, por el hecho de que la España republicana decidió no enviar atletas a Berlín.

Unos 6.000 jóvenes europeos, africanos y de EE UU, se debían dar cita en la capital catalana. Llegados de 22 estados diferentes, pero también de pueblos sin el reconocimiento de la Sociedad de Naciones: vascos, gallegos, catalanes, argelinos, rifeños, marroquíes..., y exiliados del nazismo, comparecidos de Alemania o Italia. En vísperas de la inauguración de la Olimpiada Popular, sin embargo, se produjo el golpe de Estado fascista en España y el proyecto se vino abajo.

Muchos de aquellos jóvenes quedaron atrapados en Barcelona y otros lugares. La mayoría sin haber cruzado aún la muga [frontera]. Se desperdigaron y, en la cercanía, casi dos centenares, se concentraron en Hendaia y pasaron a Hego Euskal Herria para sumarse a la guerra contra los sublevados. Tres semanas más tarde, uno de ellos fue detenido en Andoain por una patrulla franquista y ejecutado en el acto. Le dejaron escribir un par de cartas antes de matarlo y por eso supimos que tenía un hijo y que probablemente pertenecía al Partido Obrero Belga. Las cartas nunca salieron a su destino y fueron recuperadas por los vecinos del caserío en cuyo terreno fue muerto el joven belga. Recuperamos sus restos en 2003, pero nunca supimos de su nombre, a pesar de los intentos.

El boicot a los Juegos de Hitler quedó borrado de las crónicas con la guerra mundial y el Holocausto. Llegaron otros boicots, como el del mundial de fútbol durante la dictadura argentina en 1978, el de la URSS a jugar contra Chile en 1973 en el campo donde poco antes habían encerrado a miles de jóvenes, entre ellos a Víctor Jara, a los que torturaron y mataron. Como en Berlín en 1936, Videla mostró al mundo su proyecto totalitario en 1978, mientras en las semanas que se prolongó el Mundial al menos 31 personas fueron torturadas y hechas desaparecer en la sede de la ESMA, a escasas diez esquinas de donde se jugó la final comprada por el régimen para avalar su trayectoria.

Hoy se abre una nueva cita mundialista en Qatar, escenario de tropelías, violaciones de derechos humanos y un tratamiento a la mujer y a las identidades sexuales diversas propio de regímenes como el de Hitler o Videla. Con sus particularidades obviamente. Y el boicot que se oyó con firmeza para otras ocasiones, en esta ha quedado en un leve runrún. Porque dicen que hay que separar el deporte de la política, obviando, por ejemplo, que EE UU lideró un efectivo boicot a los Juegos Olímpicos de Moscú en 1980, apoyado por medio centenar de Estados, entre ellos China, por la invasión de Afganistán. Pocos años más tarde, Washington invadió Grenada y Panamá, bombardeó Libia, Líbano, Somalia, Kuwait e Irak y celebró con pompa y boato, como líder mundial, sus Juegos Olímpicos de Atlanta en 1996.

La hipocresía del deporte, convertido para el COI y la FIFA en un flamante negocio, tiene en el Mundial de Fútbol de Qatar una nueva y puntual expresión. Un país sin tradición futbolística, pero con miles de millones de dólares controlados por la familia Al Thani desde hace casi dos siglos, su capital Doha consiguió su nominación en un medio tan corrupto como es la FIFA. Las condiciones no importan, sino el dinero. Qatar en una gaso-petro-monarquía insertada en el capitalismo próximo: accionista mayoritario de Iberdrola y partícipe del Banco de Santander, Iberia, Corte Inglés, Colonial, Prisa... Cerca de 200 empresas españolas, entre ellas Acciona o FCC, han participado en la infraestructura futbolera.

En la construcción de unos estadios con aire acondicionado en medio del desierto, a 50 grados de temperatura, la cifra de muertes de trabajadores no se sabrá jamás. The Guardian avanzó hace año y medio el número de 6.500: kenianos, sudaneses, bangladesíes, somalíes, hindúes, nepaleses, filipinos y paquistaníes. Anónimos todos ellos, trabajadores en condiciones infames pertenecientes a territorios despreciados por Occidente, donde los derechos humanos y laborales tienen cierta vigencia, no en cambio para el resto. Anónimos como aquel belga que desenterramos en 2003 en Andoain.
En enero de este año ya se celebró la final de la llamada supercopa de fútbol española en el vecino estadio del Rey Fahd de Riad (en Arabia Saudita, por cierto, sede para los Juegos Asiáticos de Invierno en 2029). La FIFA ya ha avisado severamente a periodistas y jugadores "que no politicen el evento". 

En el Olympiastadion de Berlín, donde Hitler celebró en 1936 sus Juegos Olímpicos, apareció la semana pasada, en un partido que jugó el Hertha, una pancarta que decía: "15.000 muertos por 5.760 minutos de fútbol. Vergüenza". Pues eso.






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