Léodile Béra

miércoles, 28 de septiembre de 2022

El largo regreso de Donald Trump



Por Jesús Jaén Urueña

“Lo único en lo que están de acuerdo la mayoría de los estadounidenses es en que vivimos la mayor crisis nacional desde 1932 o incluso desde 1860. En el contexto de plaga, impeachment, violencia racista y desempleo, un partido defiende la perspectiva de un gobierno autocrático y el regreso a los días felices de la República blanca, mientras otro ofrece un regreso sentimental al centrismo multicultural de los años de Obama”. Mike Davis, Guerra de Trincheras, New Left Review.

Las elecciones del 8 de noviembre (mitad de mandato porque solo se renueva una parte de las instituciones) son una prueba de gran calibre para la sociedad norteamericana. Recordemos que Trump ganó la presidencia en el 2016 y la perdió en el 2020 en las elecciones con la mayor participación de la historia. Trump se negó a aceptar su derrota y convocó a miles de seguidores frente al Capitolio el 6 de enero de 2021 cuando se iba a proceder a un reconocimiento oficial de los resultados. Los hechos son de sobra conocidos. Prometió volver pero el Trumpismo nunca se fue.

¿Por qué es una crisis histórica?

El día 8 de noviembre se van a renovar un tercio del Senado, la totalidad (435) de los representantes a la Cámara del Congreso, y 36 gobernadores de diferentes Estados. El 95% de los candidatos republicanos que se presentan son incondicionales de D. Trump. Todo vestigio de oposición interna ha sido barrido. El Partido Republicano es hoy el partido del clan Trump. La clase política aristocrática, conservadora y constitucional, ha sucumbido por completo al apoyo popular que goza Trump. Familias como los Bush son marginales al poder.

Creo que Estados Unidos vive una crisis de consecuencias históricas, tanto por el grave conflicto interior como por su relación frente al mundo. La retirada de Afganistán fue en realidad un desmoronamiento. Desde 2016 un poderoso movimiento de extrema derecha (Trumpismo) se ha hecho dueño de uno de los dos grandes partidos del poder. Los republicanos son rehenes de Trump. El viejo consenso entre demócratas y republicanos se ha roto. El 70% del electorado republicano piensa que Joe Biden no ganó las elecciones. Es como si casi la mitad de la población se situara fuera o en los márgenes del sistema político. El Trumpismo es un movimiento político fuertemente identitario. Como diría la escritora Siri Hustvedt un fenómeno que forma parte de la política visceral. Todos aquellos que han infravalorado su fuerza lo han pagado muy caro (algo así como lo que ha ocurrido en Madrid con Isabel D. Ayuso).

Si las encuestas están en lo cierto, los republicanos, van a conquistar una mayoría en el congreso y senado. Esto se sumaría a la que ya tienen en el Tribunal Supremo. La opción de que D. Trump se presente a las presidenciales del 2024 cobraría más fuerza, aunque los más optimistas opinan que antes será juzgado y condenado en varias causas penales que tiene pendiente. Aún sobre esa hipótesis ¿Alguien puede negar que eso no será el comienzo de un incendio aún mayor?

Por el momento lo que estamos viendo es que los republicanos siguen socavando sin pausa los derechos civiles. Ahí tenemos la decisión del Tribunal Supremo decidiendo por seis votos contra tres la revocación del derecho constitucional de las mujeres a abortar contemplado en la sentencia de 1973 del Tribunal Supremo Roe v. Wade. Otro caballo de batalla de los republicanos es la modificación de las leyes electorales en los Estados para hacer más inaccesible la participación de las minorías negras o latinas.

Se ha roto el consenso neoliberal

Una de las claves de la actual situación es la ruptura de la tradición de los dos grandes partidos en cuanto a la transmisión de poderes. Trump se negó a salir de la Casa Blanca y llamó a ocupar el Capitolio. Sus ataques feroces al establishment (FBI, Administración federal, Wall Street, la CIA, al viejo aparato conservador republicano, etc), no es mera retórica; sino que expresa la configuración de un vasto movimiento de ultraderecha y anti-establishment.

El origen, creo que, deberíamos buscarlo en los efectos de la globalización económica capitalista, en las profundas transformaciones culturales de los últimos cincuenta años; y en el impacto que tuvo la gran recesión del 2007-8 sobre la sociedad norteamericana (aunque en un primer momento eso se reflejase en movimientos progresistas como Occupy Wall Street, posteriormente tomó un giro hacia el nacionalismo y las ultraderechas). Este nuevo movimiento reaccionario se unió al ultraconservadurismo evangélico del Tea Party, la tradición racista de una gran parte del Sur y Medio Oeste del país y a millones de inmigrantes latinos que vienen huyendo de la miseria o de regímenes represivos llamados socialistas.

Según el periodista Dylan Riley de la New Left Review: La jugada clave de Trump en el 2016 fue combinar el núcleo del electorado republicano -evangelistas, votantes sureños blancos relativamente ricos, rurales y suburbanos; una parte de la clase obrera de los Apalaches- con una parte de los votantes indecisos de la clase obrera de Medio Oeste”. (¿Qué es Trump?). Trump cuenta con poderosos grupos capitalistas como la industria de armas, los casinos, el sector turístico, la construcción o las grandes petroleras. Sus políticas han ido dirigidas a proteger a esos grandes capitales de la competencia china o internacional, mediante aranceles, subvenciones o transfiriendo fondos públicos a las empresas privadas. Esta gran coalición interclasista es definida por Dylan Riley como un proyecto del “Neomercantilismo macho-nacional”. Una definición que combina intereses de clase con un programa culturalmente reaccionario.

Este proyecto entró en abierta ruptura dentro y fuera del Partido Republicano en las elecciones del 2016. La candidatura de Hillary Clinton era continuista con el proyecto de las élites demócratas que habían cobrado mucho impulso con Obama. El centrismo político de Obama lo define Riley como: “Un capitalismo neoliberal y multicultural”.

El proyecto del Partido Demócrata está en crisis (como otros proyectos neoliberales en el mundo); su base social son las clases medias urbanas y los profesionales, sectores nuevos de las clases trabajadoras, y sobre todo las mujeres, la población negra o inmigrantes pobres. Los intereses políticos y materiales de estos sectores no son los mismos que los de las grandes corporaciones que apoyan a Joe Biden como: Google, Apple, Microsoft, Amazon, Facebook, o las multinacionales farmacéuticas que patentaron las vacunas anti-covid como Pfizer, la gran industria del automóvil como General Motors, el sector financiero como Goldman Sach; es decir, el núcleo del capitalismo norteamericano que es cosmopolita no en tanto a valores culturales, sino al interés de explotar mano de obra extranjera cualificada o mantener sus cadenas de valor en la India, Pakistán, Indonesia, Vietnam o Taiwan. Donald Trump ha empujado al Partido Republicano a la desacralización de la democracia liberal y a un cambio de modelo económico que se puso en marcha desde Reagan y que desarrollaron Clinton, Bush y Obama. Ahí reside la ruptura de los antiguos consensos.

Tres grandes escenarios

La salida de esta crisis influirá al resto del mundo. Por eso nos interesa reflexionar sobre la situación. Estados Unidos es la primera potencia mundial económica y militar. Pero a su vez, es una sociedad donde sigue pesando más el poder de las oligarquías que los derechos civiles. El conflicto actual en la sociedad puede resolverse por unas vías u otras. En mi opinión creo que hay al menos tres grandes escenarios.

El primero sería que se mantenga esta lucha política entre los dos grandes partidos, con sucesivas alternancias de poder, más o menos como ha venido ocurriendo en los últimos 150 años.

El segundo podría ser un triunfo de Trump en las elecciones del 2022 y 2024 con lo que éste se haría con el control de las instituciones. Ello podría llevar no sólo a un gobierno patrimonialista como en el 2016, sino incluso un gobierno autoritario que socave la separación de poderes y elimine toda legislación que le estorbe. Ejemplos tenemos numerosos en todo el mundo. Esta situación conduciría posiblemente a un nuevo régimen cualitativamente diferente al instaurado tras la guerra de secesión. Una especie de bonapartismo con elementos fascistas con dos componentes esenciales: el supremacismo blanco y un fuerte poder patriarcal.

Por último, existe la posibilidad de que, en cualquiera de los dos escenarios anteriores, se produzca “una guerra civil de baja intensidad”; es decir, no una guerra convencional como en 1861-65, sino un conflicto armado que afectaría zonas del país al estilo de Irlanda del Norte. De momento, creo que nada está descartado de antemano y en cualquier caso es más que preocupante que estos escenarios pudieran darse en un mundo afectado por el cambio climático y las amenazas de guerras nucleares donde Estados Unidos juega un papel central.

Otra alternativa es posible

No tenemos por qué resignarnos a escoger entre una alternativa neomercantilista racista y patriarcal, y otra centrista neoliberal. Algunas experiencias como las de Bernie Sanders en las primarias al partido demócrata en el 2016 o las más recientes de Alexandria Ocaso-Cortez demostraron enorme éxito no solo entre los votantes demócratas, sino también republicanos. Las claves eran básicamente dos: por un lado, las propuestas concretas dirigidas a los sectores más humildes de la población, y por otro, la existencia de candidatas y candidatos que no pertenecen al llamado “capitalismo woke”. Con propuestas como la subida del salario mínimo a 15 dólares la hora, la ayudas a las mujeres solteras con hijos, la extensión universal del sistema de salud, etc; lograron el apoyo de grandes sectores obreros y de la sociedad. Estas propuestas se combinan además con otras de lucha contra el racismo laboral, el cambio climático y la puesta en marcha de medidas de transición ecológica.

En los últimos años en los EEUU se han movilizado millones de personas tanto contra los asesinatos racistas a manos de la policía, como por los derechos de las mujeres; el cambio climático, etc. Pero uno de los movimientos más dinámicos es el llamado Nuevo Sindicalismo. Tras la pandemia se han multiplicado las organizaciones sindicales de base (alrededor de un 57% han aumentado las peticiones al National Labor Relations Board que es el equivalente al Ministerio de Trabajo para organizar nuevos sindicatos). El sindicato Amazon Labor Union logró una victoria histórica en el depósito de Staten Island. Las trabajadoras de Starbucks han logrado sindicalizarse en más de 150 tiendas. Según cuenta el portal Ideas de Izquierda “la lucha es liderada a menudo por jóvenes de la comunidad LGTBI, conocidos como Generation U”. Hay muchos más ejemplos como estos, pero lo más importante además, es que este nuevo sindicalismo quiere ser independiente del Partido Demócrata y se plantea como principal seña de identidad “la lucha de clases”. Una lucha de clases que entienden, no se limita a lo salarial, sino que debe plantearse -en el puesto de trabajo- contra toda discriminación por razones de sexo o raza.

Son señales optimistas frente al vigoroso ascenso del populismo ultrarreaccionario. Es posible que a través de nuevas experiencias de luchas en los centros de trabajo, en las calles contra el racismo, el derecho de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos, contra el uso de combustibles fósiles o contra el aumento del gasto militar… Consigan ir forjando alternativas no solo de lucha, sino políticas o nuevas alianzas electorales. Ese es nuestro deseo desde la otra punta del mundo.
































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