Léodile Béra

martes, 9 de mayo de 2023

Crisis climática, la inflamación aguda del capitalismo: Atajarla para evitar males peores mientras se prepara una alternativa




Colectivo Léodile Béra

El verano se aproxima en el hemisferio norte cargado de pronósticos inquietantes. Ya el pasado mes de abril, una ola de calor recorrió Asia marcando récords en los termómetros y causando muertes y cierres de escuelas. Los registros históricos no dejan lugar a dudas: cada año, la temperatura media global sube un poco más. La subida viene acompañada de sequías históricas, fusión de los hielos polares, tormentas progresivamente devastadoras… y los próximos meses no serán la excepción. 

El calentamiento global es una faceta dramática y vertiginosa del descalabro ecológico, pero no la única. Los bosques siguen siendo talados para hacer sitio a los cultivos de exportación; el agua potable escasea por doquier; la desertización devora los campos productores de alimentos; la desaparición de las abejas y otros insectos impide la polinización de las cosechas; la sobrepesca diezma las poblaciones de peces; la basura colma los océanos y pone en peligro la vida marina... No hay ámbito de la naturaleza ni rincón del planeta a salvo de esta degradación sin precedentes. 

La alarma lleva sonando largo tiempo. Desde fines del siglo pasado, los científicos vienen advirtiendo de la acumulación en la atmósfera de gases de efecto invernadero; y los ecologistas se desgañitan avisando de la extinción de numerosas especies vivientes. La abrumadora mayoría de los expertos advierte de que, de no tomarse medidas, en el año 2050 la temperatura global media subiría dos grados con respecto de la época preindustrial, con impacto nefasto en los hábitats compartidos por la flora, la fauna y los seres humanos. Subsisten lagunas en cuanto a las dinámicas de los sistemas terrestres, atmosféricos y acuáticos, y no se sabe a ciencia cierta cómo será el mundo del año 2050, pero que ya se hayan materializado muchos de los daños previstos no invita a cruzarse de brazos. 

Uno de los mayores obstáculos ha sido superado: el negacionismo climático, que tuvo su mayor expresión en la presidencia de Donald Trump, se ha reducido a mínimos, dando paso a un amplio consenso internacional acerca de la gravedad de la crisis ambiental y la necesidad de atajarla. Grandes contaminadores como China han aceptado la realidad y se han comprometido a reducir progresivamente sus emisiones contaminantes. En España y otros países se ha iniciado la transición energética encaminada a sustituir las energías contaminantes por otras limpias y renovables. 

Hay voces que afirman que tales medidas son insuficientes, y denuncian la hipocresía de gobiernos que se llenan la boca hablando de sostenibilidad a la vez que intensifican la explotación y el consumo de combustibles fósiles. Otras aseguran que el remedio puede ser peor que la enfermedad, visto el aliciente dado por la transición energética a las economías extractivas que suministran el litio y los demás minerales requeridos por las baterías y la electrificación de las infraestructuras, con el previsible aumento de la minería contaminante y la depredación de los recursos naturales. 

Los más pesimistas —los colapsistas— plantean que ya hemos superado el punto de no retorno y, hagamos lo que hagamos, vamos de cabeza al desastre. Urge, según ellos, concentrar los recursos disponibles en prepararnos, de manera colectiva o individual, para sobrevivir en un planeta superpoblado, recalentado, azotado por desastres naturales e incapaz de alimentar a sus habitantes. 

Ante esta insostenible situación la humanidad reaccionará de distintos modos. En el peor escenario, se agudizarán los conflictos actuales y estallarán guerras por el agua, los refugiados climáticos engrosarán las migraciones masivas; y las sequías arruinarán a los países dependientes del monocultivo y multiplicarán las hambrunas. No caben descartar brotes negacionistas entre quienes pretendan seguir actuando como siempre (la agricultura comercial que, contra un horizonte de escasez hídrica, exige más y más regadíos, por ej.), y episodios cada vez más frecuentes de violencia criminal (lo anticipan los 1.733 activistas ambientales asesinados desde 2012 en Brasil, Colombia, Filipinas, Honduras...). La lucha de clases, que tercamente se ha negado a desaparecer, pegará un salto al combinarse con la pugna por el agua potable, el aire respirable, el espacio habitable…. 

Habrá quienes se aferren a los compromisos de descarbonización fijados en las cumbres del clima y se contenten con pisar el acelerador de la transición energética. El agravamiento de la crisis tentará a algunos a recurrir a la geoingeniería. “Siembra de nubes” para provocar lluvia; captura de C02 atmosférico; diseño de cultivos transgénicos resistentes al calor y la sequía; y emisión de aerosoles que reduzcan la radiación solar figuran entre las actuaciones barajadas, pese a que sus riesgos potenciales, escasamente estudiados, podrían empeorar el desbarajuste de los ecosistemas. 

Muchas de esas respuestas comparten una misma premisa: el mantenimiento, con modificaciones parciales, de un tipo de sociedad definido por el capitalismo, la expansión económica constante, el extractivismo sin fin y la confianza en las soluciones prodigiosas de la alta tecnología. Los más optimistas confían, no obstante, en que la magnitud de la crisis, a través de un “nuevo pacto verde”, obligará al capitalismo a corregir sus peores rasgos en lo relativo a la desigualdad, el despilfarro y el desempleo, dando lugar a un Estado de Bienestar humano y ecológico a nivel mundial. 

No piensan así los convencidos de que el “capitalismo sostenible” es una contradicción en sí mismo. Al paso de esta ilusión ha salido el concepto de decrecimiento. A contrapelo del dogma del crecimiento indefinido propugnado por la economía de mercado, esa categoría emergente propone echar el freno de emergencia en un sistema camino a estrellarse. Esto implica abandonar el PIB como indicador clave del bienestar humano; el consumismo; el automóvil privado, las dietas cárnicas y los vuelos turísticos; así como adoptar pautas de vida basadas en la austeridad y el reciclado, entre otras prácticas. Ni más ni menos que desmontar las bases de la civilización contemporánea. 

Por nuestra parte, y compartiendo las críticas expuestas por los analistas más lúcidos, descreemos que el desquicio ambiental pueda solucionarlo una transición energética concebida en función del ritmo y de los intereses de las grandes empresas implicadas. Rechazamos igualmente la geoingeniería, que pretende revertir la crisis sin tocar las causas socioeconómicas de la misma. Tampoco nos fiamos de las soluciones nacionalistas que prometen la salvación mediante el aislamiento autárquico de una globalización que hace aguas: el desastre ecológico no respeta fronteras, y sin la estrecha y denodada colaboración entre las naciones no habrá cómo atajarlo. 

En breve: creemos que existe una incompatibilidad insalvable entre el capitalismo en sus distintas versiones y la salud del ecosistema. La búsqueda exponencial de ganancias, la mercantilización de la vida y la privatización del conocimiento y los medios de producción no pueden ser limitadas si no es al precio del capitalismo mismo, pues sin tales comportamientos este no puede reproducirse.

No nos engañamos; sabemos que actualmente no se visualizan alternativas viables al capitalismo, máxime tras el fracaso de quienes se presentaban como sus principales adversarios, los Estados llamados socialistas. La construcción de alternativas se hace más ardua toda vez que no se trata solo de superar a la economía de mercado, sino de cambiar de cuajo una relación depredadora con la naturaleza que data de milenios. Parafraseando un conocido dicho, hoy resulta mucho más fácil imaginar el fin de la humanidad por causa de un apocalipsis ambiental que un orden de justicia social y ambiental. Pero la conciencia de esa incompatibilidad se antoja indispensable para avanzar en la búsqueda de opciones que, a nuestro modo de ver, deberán tener en cuenta algunos postulados decrecentistas y otras propuestas de uso mesurado de la energía y los recursos naturales. 

Entre tanto, apoyaremos toda medida que mitigue y postergue el descalabro ambiental, cuyo costo deberá recaer en quienes más tienen y no en las masas populares y los países pobres que ya sufren el aumento de las desigualdades causado por aquel trastorno. Dichas masas vienen luchando desde hace décadas para frenar la contaminación de los ríos, contener las inundaciones, frenar la urbanización de espacios naturales... A su movilización se han sumado los jóvenes convocados por Greta Thunberg; la creciente presencia de la cuestión climática en los programas electorales; y el plante de las zonas rurales bajo la consigna “Energías renovables sí, pero así no” ante las instalaciones solares y eólicas que ocupan sus tierras de cultivo sin depararles beneficios. 

En esta apuesta nos diferenciamos de los colapsistas, demasiado convencidos de que la suerte está echada. Las incertidumbres de las predicciones climáticas —reconocidas por los científicos— no autorizan a dar la batalla por perdida, principalmente porque sus ecuaciones no incluyen las inmensas fuerzas materiales e imaginativas que los pueblos pueden aplicar al reto planteado, y sin las cuales será imposible el golpe de timón que nos saque de la carrera a un mañana calamitoso

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