El 24 de febrero del año pasado, tropas rusas invadieron Ucrania con el propósito de tomar su capital, Kiev, e instalar un gobierno títere. Lo que el Kremlin preveía que sería un paseo militar acabó en un fiasco rotundo gracias a la impresionante resistencia del pueblo ucraniano, tanto de su ejército como de la población civil. Poco después, Ucrania pasó a la ofensiva, logrando recuperar parte del territorio ocupado por los agresores; y desde hace meses, el frente se halla estabilizado.
Ya nadie puede engañarse sobre las causas de la guerra. Putin y sus allegados han expresado por activa y por pasiva que no reconocen el derecho a existir de Ucrania, cuyo estatuto de nación soberana quieren liquidar. Su proyecto expasionista, dirigido a restaurar las fronteras del imperio zarista, ha desmentido la falacia de que la “operación militar especial” respondiese a la amenaza planteada por el ingreso de Ucrania a la OTAN, una decisión que no había sido acordada ni tomada. La invasión solo es la última cuenta del rosario de intervenciones militares que Putin viene ejecutando desde Chechenia (2000), Georgia (2008), Kirguistán (2012), Ucrania (2013) y Kazajstán (2022), siempre dirigidas a sostener o instaurar gobiernos adictos al peor estilo imperialista.
En los casos anteriores, la política de la fuerza bruta dio los resultados esperados; en Ucrania, hasta el momento ha fracasado. La autoridad de Putin y su régimen ha sufrido un duro golpe. Lo prueba la huida de cientos de miles de rusos para evitar el reclutamiento, que “votaron con los pies” sobre los designios belicistas de sus autoridades. Es obvio que el Kremlin buscará recuperar su prestigio con una victoria al precio que sea. De ahí sus amenazas de desatar un conflicto nuclear, devolviéndonos a los años calientes de la Guerra Fría; de ahí su criminal castigo a los civiles con los bombardeos masivos de las ciudades ucranianas; de ahí sus preparativos para una próxima ofensiva.
Ucrania ha recibido asistencia diplomático, militar, económico y moral por parte de algunas naciones. Rusia apuesta a que la prolongación del conflicto desgaste la solidaridad internacional y Kiev se vea obligada a aceptar sus exigencias, comenzando por la renuncia a los territorios ocupados por las fuerzas rusas. Para impedir que esto ocurra se hace más urgente que nunca redoblar la ayuda al pueblo ucraniano en todos los planos, envío de armas en primer lugar.
Un triunfo del Kremlin supondría un desastre para los ucranianos, que verían su independencia liquidada bajo un régimen impuesto a imagen y semejanza del que padecen Rusia y países de su órbita como Bielorrusia o Kazajistán. Igual de nefasto resultaría para el pueblo ruso el afianzamiento de la camarilla al servicio del capitalismo oligárquico que gobierna en base a la represión y el asesinato político. Conllevaría además un estímulo para el expansionismo de Putin y su “derecho” a intervenir donde le plazca, así como para sus imitadores, los reaccionarios Orbán de Hungría y Vucic de Serbia. Por añadidura, daría una coartada a quienes promueven un rearme que incentivará futuros enfrentamientos bélicos, algo que de hecho ya está ocurriendo, pues los desmanes de Putin han empujado a Suecia y Finlandia a abandonar su neutralidad y pedir el ingreso en la OTAN: irónicamente, el déspota ruso se ha vuelto el gran promotor de la Alianza Atlántica.
Ciertamente, el apoyo a la resistencia ucraniana no debe implicar el más mínimo aval a las políticas domésticas de Zelensky, un presidente empeñado en aplicar políticas antipopulares y con un entorno salpicado por la corrupción; ni tampoco a los planes de rearme de las naciones occidentales, que han encontrado en la invasión rusa la excusa que necesitaban para un aumento del gasto militar que inevitablemente repercutirá en los presupuestos de sanidad, educación y servicios sociales.
Es preciso, por tanto, acrecentar el apoyo a Ucrania, comenzando por exigir a los gobiernos europeos que le brinden armas y recursos económicos para su lucha. Pero aquel no debe limitarse a las acciones gubernamentales; se necesita una solidaridad ciudadana que combine el respaldo a Ucrania con el repudio al rearme de España y demás países, y la reactivación del movimiento por el desarme nuclear. Solo una vasta movilización a escala continental repelerá a los perros de la guerra que el sátrapa de Moscú ha soltado y permitirá alcanzar una paz que no sea la de los cementerios.
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